En el país existen 67 planteles de educación superior, de los cuales más del 60% se encuentran en la región metropolitana. existe un entorno similar, pero muy distintas realidades. y Basta dar una vuelta por el gran santiago para notarlo.
Hay ancianos que andan con un olor extraño, mezcla entre transpiración y ataúd mojado. Con el colapso del sistema de transportes los sentidos se exacerban y ese hedor deja de ser propio para convertirse en un factor común. Transantiago quizás encontró una manera molesta —pero efectiva— de demostrar que la única forma de tomarnos en cuenta es compartiendo situaciones y lugares. Como en el resto de las cosas no pasa algo así, no hay conciencia de las constantes y de los contrastes.
Viajo en el Metro; Estación Cal y Canto. Salir es complicado y sofocante. El aire cambia, pero no deja de ser un refugio para el calor. En los límites de la comuna de Santiago Centro se encuentra un Santa Isabel.
No es cualquier supermercado… Éste alberga una sede de la Universidad de Valparaíso. Compré una bebida de medio litro y me dispuse a subir las escaleras. Me encontré con Camila, quien estudia Administración en Negocios Internacionales. Ella recorría el lugar con poca soltura, La infraestructura es buena, pero eso coarta cualquier actividad en el lugar.
— ¿Y dónde carretean?—le pregunto a Camila.
—Estamos cerca de “La Piojera”, por ejemplo, así que igual hay lugares.
—Pero es más caro aquí que en Valpo.
—Sí. Desde los aranceles hasta el trago, todo es más caro comparando con las otras sedes.
No hay patio, sólo un piso de cemento que no reúne, sino que aliena y contradice los rasgos comunes de los estudiantes del plantel. Por fuera y por dentro todo se ve lindo, pero esa belleza se tiñe de frialdad. Nadie se observa con verdadera candidez. Es más difícil entablar conversaciones. Todos están ensimismados y, aunque es opinen que el edificio “está bien”, es esta misma universidad la que pasa por una seria crisis en la actualidad.
O sea, pareciera como si a nadie le importara tener clases casi entre frutas, pan, detergentes. Sintomático es el hecho de que cada dos horas el ambiente se impregna de un hedor a pan y repostería que deja a todo el mundo con hambre.
Metro. Pasos. Diez y cuarenta de la mañana. Una pileta ve posarse varias manos sobre sí. El sol golpea a los futuros universitarios que son capaces de manejar su tiempo. ¿Cimarra? No creo, pues a varios se les avizora con libros en las manos.
Lado equivocado de la calle. El Barrio Universitario de Santiago (BUS) se encuentra al mirar al sur. Ahí el pavimento es el patio, y los guardias municipales hacen las veces de inspectores del gran colegio que parece este sitio. Como es la tendencia, las tribus urbanas abundan en este lugar. Sin embargo, las fachadas no son imponentes. Ninguna universidad, instituto o centro de formación técnica resalta por sus exteriores. Sus interiores varían, pero predominan las terminaciones bien hechas en edificios que antes eran residenciales.
“¿Cómo se pasa aquí?”, le pregunté a uno de tantos que pasaban echando la talla. Antes me dijo que se llama Antonio y que estudia Bachillerato en Ciencias en la Universidad Andrés Bello.
—Excelente. Siempre pasan cosas, aunque dentro de la U no te dejan hacer nada. Hay que ir a bares.
— ¿Y cómo son las cosas en tu U?
—No nos podemos quejar. Buenas salas, aire acondicionado, buenos laboratorios, buenas minas. Todo bien.
— ¿Y podí´ presentar alguna?
—Demás, pero después que voy atrasado.
Recorrer las cuadras del BUS es ver la versión culta del barrio Suecia. Frontones inconducentes, calles estrechas y muchos jóvenes alrededor. Rara analogía, verdaderos alcances.
A tres estaciones de Metro se encuentra la Estación Central. Al frente está la Universidad de Santiago de Chile (USACH). El recinto es enorme. Las construcciones son antiguas. Se nota la historia dentro de ese simulacro de ciudad. El peso del pasado resalta por el deterioro de las estructuras.
—Acá se nota que es una universidad pública—, me comenta Adrián, estudiante de Administración Pública.
— ¿Y las protestas?
—Esa es una de las razones por las que no invierten en mejorar la infraestructura. Creen que los estudiantes no van a cuidar las mejoras.
— ¿Y no es cierto?
—No. Aquí no todos son revolucionarios de medio pelo que andan haciendo tonteras. Por eso la USACH no es la gran universidad que siempre ha sido.
La catarsis casi furibunda se confundía con la tranquilidad de ese pueblo dentro de la ciudad. Varias mujeres con delantal blanco se encontraban tendidas estudiando. Al mediodía, la brisa invitaba al descanso en la amplitud del silencio.
Quizás la principal diferencia entre la USACH y los casos anteriores radica en el lugar de estudio. Las aulas, salvo contadas excepciones, son antiguas. La tosquedad alimenta las texturas. Hay ágoras, murales, auditorios y obras de arte que le dan un toque único a ese telar que se arruga con el descuido de algunos.
DE EXTREMO A EXTREMO
Una hora después un McDonald´s era una posibilidad para capear el hambre, pero el interés iba más allá. En estricto rigor, lo más trascendente es una nueva conjunción entre mercado y educación: la sede del DUOC UC del Mall Plaza Oeste.
“Acá todo está súper bien, pero es fome porque no hay nadie más que nosotros. No podemos carretear acá. Todo es bien apático”, dice Edgardo, estudiante de diseño.
—El carrete es importante, ¿cierto?
—Sí, para conocer y reconocer gente
— ¿Y este edificio les coarta eso?
—De todas formas. Siempre somos los últimos que invitan a los carretes del DUOC. Nos marginan porque estamos a la cresta (sic) —. Esta última aseveración se acompaña de aspavientos y cambios psicopáticos de las expresiones faciales.
—Pero estamos súper bien. Las salas son bacanes—, me dice Antonia, otra estudiante de diseño, mostrándome una sala normal, —porque la acústica funciona y todas tienen data show para las clases.
Comía un trozo de pizza mirando hacia el edificio. La lejanía ayuda a ver la distancia existente entre la mayoría de la gente. Me quedaban dos casos muy diferentes a este.
Cruzar Santiago en micro es un riesgo. A lo largo del viaje Morfeo invita a caer en otra dimensión y el vaivén parece cuna. Bajaban dos personas, subían tres. Paradero tras paradero. De nuevo ese hedor a ancianidad. Pero el vehículo aceleró y San Carlos de Apoquindo se notaba como un extremo demasiado amplio. El verde me rodeaba, y quedaba camino por recorrer.
Caminaba por esa calle, cosa rara para una señora de alrededor de cincuenta o sesenta años que regaba su jardín. Su expresión de extrañamiento me persiguió durante las diez cuadras siguientes.
Y ahí se erigía la Universidad de los Andes, quizás una de las mayores obras en materia de infraestructura en el último tiempo. Este plantel es propiedad de miembros del Opus Dei, y eso se notaba en la capilla de lujo que aparece entre el verde eterno y los cabellos rubios como el trigo de la mayoría de la gente alrededor.
“Aquí siempre se junta harta gente a orar, pero también es un bonito punto de encuentro. Igual es bien romántica esta capilla para salir en pareja”, me dijo Ernesto, un estudiante de Ingeniería Comercial que estaba sentado en las afueras de la imponente estructura, aparentemente estudiando y esperando a alguien.
Pero donde existe una mayor hegemonía del espacio es en la Biblioteca Central. Es la más grande de Latinoamérica. Entrar supone el riesgo de perder el rumbo y hacer comparaciones absurdas entre universidades.
Un largo mesón con tonos pasteles servía para las informaciones. Me acerco y pregunto por la existencia de tres libros distintos: El Capital de Karl Marx, ¿Cómo salir del liberalismo? de Alain Touraine y las Obras Completas de Augusto Pinochet Ugarte. El único que está es el del ex dictador chileno. Raro pero no tan sorprendente, después de todo.
“Es que no estamos interesados en acrecentar esas áreas de conocimiento, sino que vamos paso a paso”, decía con una mueca de descompensación el encargado de la biblioteca, después de consultar desde dónde vengo o si esto saldrá en algún lado.
Mejor era salir, además que el día comenzaba su muerte prematura. El último lugar daría cuenta del mayor contraste, pero en el viaje me quedé dormido. El despertar era en un centro que comenzaba a gastar luz eléctrica.
Palacio Amunátegui. Seis de la tarde. Un edificio ruinoso hacía que los ojos se encandilaran. El cambio era profuso. Entrar era un riesgo, esta vez por no saber si un derrumbe acabaría con todo. Los pilares se derruían entre una ciudad loca por construir edificios pragmáticos y funcionales.
“Acá está todo súper mal. Estamos lejos de todos y la construcción se está cayendo día a día”, mencionó Catalina, estudiante de Administración Pública. Esta carrera es la única que se imparte en el Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.
Parece increíble el descuido sobre este monumento nacional. Y más impresionante aún es ver los vestigios de un lugar que algún día anterior fue magnánimo y elegante.
“La universidad nos tiene olvidados. Mira cómo está FEN (Facultad de Economía Y Negocios) y verás que nos tratan como si fuéramos de tercera o cuarta categoría”, vocifera Andrés, otro estudiante, mientras las bocinas hacen un complot y se intentar comer esas últimas palabras.
DE VUELTA A CASA
Dejar atrás ese palacio es desesperanzador, pero la vida sigue. Una caminata por calles emblemáticas como Compañía, Moneda o Morandé da cuenta de que esa sede de la Universidad de Chile no se encuentra sola, sino que tiene concordancia con su barrio, cosa que no tenían otros planteles universitarios.
“Es imperdonable que un edificio así de bonito esté a punto de caerse”, dice María Mercedes, una de tantas personas que transitaban por la calle, quien me preguntó la hora.
Siete y cuarenta de la tarde. Mejor irse a casa. El día había levitado y el tiempo se mostraba evanescente. Sólo quedaban dos cuadras por recorrer y luego el Metro se encargaría del resto.
Si Apoquindo es el reino del espacio verde y el tránsito inconstante, el centro es el principado de la elegancia pasada y el pavimento.
El olor a anciano persigue al que no lo quiere encontrar. El Metro en hora punta lo demostraba, en tanto las estaciones se sucedían. La publicidad hacía referencia a una bebida alcohólica mostrando una roncola con cuatro o cinco hielos. Se hacía efectiva al notar lo sofocante que es el viaje de regreso. Hasta a mí me dio ganas de una.
Quizás en ese momento no había esencia de ataúd mojado. Sólo era el aprieto de ver cosas que no todos los días se ven. Era el cansancio de pasar un día en trance de movimiento.
Salida del Metro. Ni veo la hora. Da lo mismo. El olor a repostería se impregna en la multitud. Parejas se besan apasionadamente en unas bancas como las de las plazas con la desaprobatoria mirada de las señoras mayores. Veo alrededor, me río de las “damas” (nótese las comillas) y pienso: “no hay peor inmoralidad que la que no se puede ver”.
Viajo en el Metro; Estación Cal y Canto. Salir es complicado y sofocante. El aire cambia, pero no deja de ser un refugio para el calor. En los límites de la comuna de Santiago Centro se encuentra un Santa Isabel.
No es cualquier supermercado… Éste alberga una sede de la Universidad de Valparaíso. Compré una bebida de medio litro y me dispuse a subir las escaleras. Me encontré con Camila, quien estudia Administración en Negocios Internacionales. Ella recorría el lugar con poca soltura, La infraestructura es buena, pero eso coarta cualquier actividad en el lugar.
— ¿Y dónde carretean?—le pregunto a Camila.
—Estamos cerca de “La Piojera”, por ejemplo, así que igual hay lugares.
—Pero es más caro aquí que en Valpo.
—Sí. Desde los aranceles hasta el trago, todo es más caro comparando con las otras sedes.
No hay patio, sólo un piso de cemento que no reúne, sino que aliena y contradice los rasgos comunes de los estudiantes del plantel. Por fuera y por dentro todo se ve lindo, pero esa belleza se tiñe de frialdad. Nadie se observa con verdadera candidez. Es más difícil entablar conversaciones. Todos están ensimismados y, aunque es opinen que el edificio “está bien”, es esta misma universidad la que pasa por una seria crisis en la actualidad.
O sea, pareciera como si a nadie le importara tener clases casi entre frutas, pan, detergentes. Sintomático es el hecho de que cada dos horas el ambiente se impregna de un hedor a pan y repostería que deja a todo el mundo con hambre.
Metro. Pasos. Diez y cuarenta de la mañana. Una pileta ve posarse varias manos sobre sí. El sol golpea a los futuros universitarios que son capaces de manejar su tiempo. ¿Cimarra? No creo, pues a varios se les avizora con libros en las manos.
Lado equivocado de la calle. El Barrio Universitario de Santiago (BUS) se encuentra al mirar al sur. Ahí el pavimento es el patio, y los guardias municipales hacen las veces de inspectores del gran colegio que parece este sitio. Como es la tendencia, las tribus urbanas abundan en este lugar. Sin embargo, las fachadas no son imponentes. Ninguna universidad, instituto o centro de formación técnica resalta por sus exteriores. Sus interiores varían, pero predominan las terminaciones bien hechas en edificios que antes eran residenciales.
“¿Cómo se pasa aquí?”, le pregunté a uno de tantos que pasaban echando la talla. Antes me dijo que se llama Antonio y que estudia Bachillerato en Ciencias en la Universidad Andrés Bello.
—Excelente. Siempre pasan cosas, aunque dentro de la U no te dejan hacer nada. Hay que ir a bares.
— ¿Y cómo son las cosas en tu U?
—No nos podemos quejar. Buenas salas, aire acondicionado, buenos laboratorios, buenas minas. Todo bien.
— ¿Y podí´ presentar alguna?
—Demás, pero después que voy atrasado.
Recorrer las cuadras del BUS es ver la versión culta del barrio Suecia. Frontones inconducentes, calles estrechas y muchos jóvenes alrededor. Rara analogía, verdaderos alcances.
A tres estaciones de Metro se encuentra la Estación Central. Al frente está la Universidad de Santiago de Chile (USACH). El recinto es enorme. Las construcciones son antiguas. Se nota la historia dentro de ese simulacro de ciudad. El peso del pasado resalta por el deterioro de las estructuras.
—Acá se nota que es una universidad pública—, me comenta Adrián, estudiante de Administración Pública.
— ¿Y las protestas?
—Esa es una de las razones por las que no invierten en mejorar la infraestructura. Creen que los estudiantes no van a cuidar las mejoras.
— ¿Y no es cierto?
—No. Aquí no todos son revolucionarios de medio pelo que andan haciendo tonteras. Por eso la USACH no es la gran universidad que siempre ha sido.
La catarsis casi furibunda se confundía con la tranquilidad de ese pueblo dentro de la ciudad. Varias mujeres con delantal blanco se encontraban tendidas estudiando. Al mediodía, la brisa invitaba al descanso en la amplitud del silencio.
Quizás la principal diferencia entre la USACH y los casos anteriores radica en el lugar de estudio. Las aulas, salvo contadas excepciones, son antiguas. La tosquedad alimenta las texturas. Hay ágoras, murales, auditorios y obras de arte que le dan un toque único a ese telar que se arruga con el descuido de algunos.
DE EXTREMO A EXTREMO
Una hora después un McDonald´s era una posibilidad para capear el hambre, pero el interés iba más allá. En estricto rigor, lo más trascendente es una nueva conjunción entre mercado y educación: la sede del DUOC UC del Mall Plaza Oeste.
“Acá todo está súper bien, pero es fome porque no hay nadie más que nosotros. No podemos carretear acá. Todo es bien apático”, dice Edgardo, estudiante de diseño.
—El carrete es importante, ¿cierto?
—Sí, para conocer y reconocer gente
— ¿Y este edificio les coarta eso?
—De todas formas. Siempre somos los últimos que invitan a los carretes del DUOC. Nos marginan porque estamos a la cresta (sic) —. Esta última aseveración se acompaña de aspavientos y cambios psicopáticos de las expresiones faciales.
—Pero estamos súper bien. Las salas son bacanes—, me dice Antonia, otra estudiante de diseño, mostrándome una sala normal, —porque la acústica funciona y todas tienen data show para las clases.
Comía un trozo de pizza mirando hacia el edificio. La lejanía ayuda a ver la distancia existente entre la mayoría de la gente. Me quedaban dos casos muy diferentes a este.
Cruzar Santiago en micro es un riesgo. A lo largo del viaje Morfeo invita a caer en otra dimensión y el vaivén parece cuna. Bajaban dos personas, subían tres. Paradero tras paradero. De nuevo ese hedor a ancianidad. Pero el vehículo aceleró y San Carlos de Apoquindo se notaba como un extremo demasiado amplio. El verde me rodeaba, y quedaba camino por recorrer.
Caminaba por esa calle, cosa rara para una señora de alrededor de cincuenta o sesenta años que regaba su jardín. Su expresión de extrañamiento me persiguió durante las diez cuadras siguientes.
Y ahí se erigía la Universidad de los Andes, quizás una de las mayores obras en materia de infraestructura en el último tiempo. Este plantel es propiedad de miembros del Opus Dei, y eso se notaba en la capilla de lujo que aparece entre el verde eterno y los cabellos rubios como el trigo de la mayoría de la gente alrededor.
“Aquí siempre se junta harta gente a orar, pero también es un bonito punto de encuentro. Igual es bien romántica esta capilla para salir en pareja”, me dijo Ernesto, un estudiante de Ingeniería Comercial que estaba sentado en las afueras de la imponente estructura, aparentemente estudiando y esperando a alguien.
Pero donde existe una mayor hegemonía del espacio es en la Biblioteca Central. Es la más grande de Latinoamérica. Entrar supone el riesgo de perder el rumbo y hacer comparaciones absurdas entre universidades.
Un largo mesón con tonos pasteles servía para las informaciones. Me acerco y pregunto por la existencia de tres libros distintos: El Capital de Karl Marx, ¿Cómo salir del liberalismo? de Alain Touraine y las Obras Completas de Augusto Pinochet Ugarte. El único que está es el del ex dictador chileno. Raro pero no tan sorprendente, después de todo.
“Es que no estamos interesados en acrecentar esas áreas de conocimiento, sino que vamos paso a paso”, decía con una mueca de descompensación el encargado de la biblioteca, después de consultar desde dónde vengo o si esto saldrá en algún lado.
Mejor era salir, además que el día comenzaba su muerte prematura. El último lugar daría cuenta del mayor contraste, pero en el viaje me quedé dormido. El despertar era en un centro que comenzaba a gastar luz eléctrica.
Palacio Amunátegui. Seis de la tarde. Un edificio ruinoso hacía que los ojos se encandilaran. El cambio era profuso. Entrar era un riesgo, esta vez por no saber si un derrumbe acabaría con todo. Los pilares se derruían entre una ciudad loca por construir edificios pragmáticos y funcionales.
“Acá está todo súper mal. Estamos lejos de todos y la construcción se está cayendo día a día”, mencionó Catalina, estudiante de Administración Pública. Esta carrera es la única que se imparte en el Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.
Parece increíble el descuido sobre este monumento nacional. Y más impresionante aún es ver los vestigios de un lugar que algún día anterior fue magnánimo y elegante.
“La universidad nos tiene olvidados. Mira cómo está FEN (Facultad de Economía Y Negocios) y verás que nos tratan como si fuéramos de tercera o cuarta categoría”, vocifera Andrés, otro estudiante, mientras las bocinas hacen un complot y se intentar comer esas últimas palabras.
DE VUELTA A CASA
Dejar atrás ese palacio es desesperanzador, pero la vida sigue. Una caminata por calles emblemáticas como Compañía, Moneda o Morandé da cuenta de que esa sede de la Universidad de Chile no se encuentra sola, sino que tiene concordancia con su barrio, cosa que no tenían otros planteles universitarios.
“Es imperdonable que un edificio así de bonito esté a punto de caerse”, dice María Mercedes, una de tantas personas que transitaban por la calle, quien me preguntó la hora.
Siete y cuarenta de la tarde. Mejor irse a casa. El día había levitado y el tiempo se mostraba evanescente. Sólo quedaban dos cuadras por recorrer y luego el Metro se encargaría del resto.
Si Apoquindo es el reino del espacio verde y el tránsito inconstante, el centro es el principado de la elegancia pasada y el pavimento.
El olor a anciano persigue al que no lo quiere encontrar. El Metro en hora punta lo demostraba, en tanto las estaciones se sucedían. La publicidad hacía referencia a una bebida alcohólica mostrando una roncola con cuatro o cinco hielos. Se hacía efectiva al notar lo sofocante que es el viaje de regreso. Hasta a mí me dio ganas de una.
Quizás en ese momento no había esencia de ataúd mojado. Sólo era el aprieto de ver cosas que no todos los días se ven. Era el cansancio de pasar un día en trance de movimiento.
Salida del Metro. Ni veo la hora. Da lo mismo. El olor a repostería se impregna en la multitud. Parejas se besan apasionadamente en unas bancas como las de las plazas con la desaprobatoria mirada de las señoras mayores. Veo alrededor, me río de las “damas” (nótese las comillas) y pienso: “no hay peor inmoralidad que la que no se puede ver”.
Por Manuel Toledo-Campos
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